martes, 21 de septiembre de 2010

We've only one time to make this better.

Qué difícil es desahogarse. Quitarse el nudo de la garganta cuando aprieta. Supongo que será algo así como cuando estás en el agua y te falta el aire. Nunca me ha pasado, la verdad.
Pero es increíble lo a gusto que te quedas cuando sueltas lo que llevas dentro. Ha estado rondándote en la cabeza semanas, pero no conseguías escapar. Parece que a los agobios les gusta engancharse a tu cuello cuando te pillan desprevenido para no soltarse nunca más. No, hasta que consigues deshacerte de ellos.
Es una situación algo parecida al domar un caballo salvaje en un establo: tú estás en el centro del círculo, y el caballo da vueltas y vueltas mientras corre en torno a ti. O como cuando el colesterol se acumula en las arterias, que no deja pasar a la sangre. Tal vez también se pueda comparar con la absurda manía que se suele tener al venir de un viaje y dejar la maleta en medio, con la que más tarde te tropezarás o le darás una patada con el dedo meñique. Y es posible que sea una situación semejante a los recreos en el colegio de un día de invierno, cuando todos los alumnos se sientan en el suelo y estiran las piernas, impidiendo así el paso en el pasillo, obligando a profesores y alumnos a saltar por encima o sorteando piernas para pasar, haciendo retroceder a las personas que aparecen por las escaleras de la izquierda y se encuentran con una fila de jóvenes más larga que la que se monta en cualquier concierto.
Sí. Todas esas situaciones se asemejan a la primera. Es algo que obstruye el paso, que molesta, y que hasta que no te lo quitas de encima no te sientes profundamente bien.
Desprenderse del agobio es encontrar una vía de escape para volver a respirar. Es devolver un pez al agua justo antes de que muera. Es regalar una sonrisa.
Y ayudar a que otro se desahogue es brindarle la oportunidad de encontrar otro rayito de sol, otro destello de esperanza para tocar el cielo, es darle un empujón para conseguir que eche a volar. Es regalar felicidad a los demás.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Have you ever loved somebody so much?

No sé cómo ocurrió, sólo sé que ella estaba allí.
Junto al límite del acantilado, mirando al mar y la puesta de sol, apoyando sus brazos en la barandilla. A su derecha, los niños jugaban en el pequeño parque infantil. A su izquierda, las interminables vistas de la ciudad al borde del mar.
Se había puesto su vestido favorito, tal y como dijo que haría. El sombrero de paja le cubría la mitad de la cabeza, aunque su larga melena dejaba al descubierto los hombros. A su lado había una chaqueta vaquera colgada de la barandilla, ya que por aquellos días ya comenzaba a hacer fresco a últimas horas de la tarde.
Yo observaba la escena con cautela, desde la distancia. Me había puesto la capucha y las gafas de sol a fin de no ser descubierta.
Y en ese momento, le vi llegar. Llevaba los vaqueros negros y la camisa de rayas que prometió ponerse.
En el mismo momento en que él puso un pie sobre el césped, ella se dio la vuelta, lentamente. Y se les escapó una sonrisa a cada uno.
Se limitaron a coger sus cosas y marcharse de allí.
Y yo me quedé en aquel lugar hasta que anocheció. Les ví irse, agarrados de la mano, sonriendo. Eran felices. Por fin. Ahora ya todo estaba bien de nuevo.